
Mi primera hija era perfecta, una pequeña bebé de dos kilos y cien gramos, CIR (retraso del crecimiento intrauterino) desde las 34 semanas, que sin embargo consiguió nacer a término. Su nacimiento había sido por cesárea y se había complicado con una preeclampsia posparto. Así que pasamos doce horas separadas hasta que pudimos, por fin, reunirnos, tras una dura noche de lágrimas.
Nada más subir a la habitación me puse a mi niña al pecho, aunque cada tres horas la enfermera aparecía con el pequeño biberón que le daban desde que había nacido. Lo cierto es que la niña apenas se enganchaba y cuando lo hacía a los pocos segundos se agotaba de mamar. Alguna enfermera sí trató de ayudarme a ponerme a la niña en diferentes posturas, pero por lo demás no recibí ninguna información de ayuda.
Al llegar a casa mi marido y yo le dábamos los biberones tratando de que algunas gotas resbalasen por el pecho, para que así ella se enganchara. Pero nada, la leche no subía y terminamos teniendo fuertes discusiones. Ambos queríamos lo mejor para la niña, pero yo me sentía impotente y él solo concebía una alimentación: la leche materna era lo mejor. Mi ánimo y mi autoestima estaban cada vez más por los suelos, mientras que para él los esfuerzos que yo hacía nunca eran suficientes.
Visitamos a una consultora de lactancia Bettina Gerbeau, que me explicó que lo había tenido todo el contra ya que la separación de la niña nada más nacer y el bajo peso dificultaban mucho la subida. Me concienció para que me extrajese el calostro cada tres horas y dárselo a la niña, incluso empezamos a alimentarla con el método dedo jeringa y algunas tomas me ponía el odioso relactador para intentar engancharla cuando fuera ganando peso.
Así estuve el primer mes de vida de mi hija, hasta que ya un día, tras muchas lágrimas, ambos apostamos por la pareja, de forma que la niña creciera con unos padres unidos, en vez de por la lactancia. Quizá ambos nos decepcionamos un poco, él siguió pensando en su fuero interno que yo no había hecho lo suficiente; yo en ese sentido me quedé totalmente tranquila. ¿Qué es ser madre? ¿Tan solo dar el pecho? Me propuse que la próxima vez la lactancia sería sólo cuestión del bebé y mía y que en ningún caso supondría un obstáculo para ser una madre feliz.
A los dos años de aquello me volví a quedar embarazada. Cuando mejor me encontraba, es decir, a las 20 semanas me informaron de que la niña venía ya pequeña, tanto que me ingresaron a las 28 semanas en el Gregorio Marañón. Estuve once días con sesiones de monitores por la mañana y antes de acostarme, además de ecografías cada dos o tres días. Además dio tiempo a que me pusieran dos inyecciones de maduración.
Cuando todo empezaba a fallar, visitamos la UCI de Neonatos, y allí la doctora Zamora me explicó que en cuanto tuviera calostro, podía rellenar unas jeringuillas que le darían al bebé mediante sonda. Las extracciones cada tres horas me ayudarían a que me subiera la leche que tanto bien iba a hacerle a mi pequeñina. No solamente eso, con el tiempo podría conseguir que el bebé se enganchara al pecho, consiguiendo una lactancia normal, como cualquier madre que acaba de tener un bebé. Aquello me parecía una quimera pero, por supuesto, me propuse hacer todo lo posible para lograrlo.
Al día siguiente de aquella visita tuve a la niña mediante cesárea. Mi pequeña de 29 semanas y seis días nació con 640 gramos. Al venir al mundo su llanto, con un volumen muy débil pero de gran intensidad, llenó mi corazón. Mientras permanecía en observación en el URPA (Unidad de Recuperación Pos Anestesia) por si volvía a tener preeclampsia, me fui calentando los pechos con las manos y extrayendo el calostro de forma manual. A las dos horas me subieron a la habitación y avisé a mi marido de que pidiera las jeringuillas. Esta vez nos unimos como nunca: yo rellenaba las jeringuillas y él las bajaba para que alimentaran a la niña. Cuando estaba conmigo me daba ánimos y me contaba cosas sobre el bebé. Esta vez sí nos dieron información escrita sobre cómo realizar la extracción manual y conservar la leche.
Al día siguiente le dije a mi marido “quiero conocer a mi hija”. Me ayudo a bajar con la silla de ruedas y me acerqué a su incubadora tras el escrupuloso lavado de manos. Mi chiquitina era diminuta y parecía desvalida como un pajarito, llena de cables y un tubo que le ayudaba a respirar. Yo era la mamá del esa pequeña bebé en la incubadora ¿cómo iba a cuidarla y darla mi amor? Poco a poco lo fui descubriendo: arropándola con mis manos cuando lloraba, poniéndola el pequeño chupete, cambiándola el pañal, cogiéndola en canguro y por supuesto, extrayéndome la leche para que se la dieran por sonda.
Cuando me dieron el alta me subió la leche nada más llegar a casa. Menos mal porque fue la única alegría de aquella jornada. Así empezaron dos meses y medio en los que todas las mañanas llevaba al hospital una neverita que contenía los tarritos con mis extracciones de lo que quedaba de tarde y toda la noche. Mi hija mayor, de tres años, asistía atónita, al principio, y con total normalidad al final, al hecho de que su madre se sacara la leche cada tres horas en casa.
Durante ese tiempo pasé muchos altibajos, porque había momentos en los que iba justa con respecto a la cantidad de leche que necesitaba la niña. Entonces me ayudó mucho hablar con una de las enfermeras del hospital, Maisa, que también es consultora en lactancia. Gracias a ella experimenté que la producción se podía aumentar extrayéndome leche muchas veces cada poco tiempo y siempre masajeándome el pecho previamente. Lo cierto es que tenía muchísimo miedo a quedarme sin leche, así que cuando veía que disminuía la cantidad, me activaba el pecho cada dos horas. Ahora sí, todo hay que decirlo, mi marido me apoyaba y daba ánimo, para que tuviera total seguridad en mí misma.
Me empecé a poner a la niña al pecho desde que pesaba 1 kilo doscientos más o menos, para que lo fuera reconociendo y familiarizándose con él, coincidiendo con la retirada de las gafas nasales y algo más adelante con la sonda. Poco a poco se fue enganchando, pero aún así le costaba mucho y por supuesto le dábamos el biberón con la leche extraída.
Por fin pudimos traer a la pequeña a casa, con un kilo ochocientos y mucha paciencia para que se terminase el biberón. Creo que fue la etapa más dura, en cuestión de lactancia, porque se me juntó cuidar de las dos niñas, extraer la leche, dársela a la bebé con el biberón, fregarlo todo, ponerla al pecho cuando podía. Aquí empecé a utilizar pezoneras para calmar al bebé mientras se calentaba el bibe, ya que el calientabiberones tarda un poquito.
Una noche, cuando la niña pesaba dos kilos setecientos gramos intenté ponerla sin pezoneras y se enganchó a la primera. Permanecí quieta un buen rato, porque me parecía un sueño que por fin lo hubiera logrado, pero comprobé en las sucesivas tomas que la niña había aprendido a mamar y ya tan solo era necesario ofrecerle el pecho para que ella succionara.
Desde entonces opté por disfrutar lo máximo posible de esta lactancia tan bonita que habíamos conseguido juntas. Así, mi niña se ha calmado con mi pecho cada vez que ha sentido hambre, pero también cuando ha estado intranquila por los cólicos, cansada tras una sesión de rehabilitación, o bien ha querido dormir tanto si era de día o de noche.
También he tratado de estar lo más cerca posible de ella, llevándola en canguro con una mochila durante los trayectos durante los primeros meses y durmiendo juntas cada noche.
Cuando escribo esto mi hija tiene siete meses y medio y cinco meses de edad corregida.
Estoy empezando a darle cereales, por lo que me extraigo la leche como hacía antes para evitar mezclárselos con leche artificial. Ahora me doy cuenta de lo mucho que estimula un bebé y lo poco que lo hace una máquina.
Por las noches me acuesto junto a mi niña para darle el pecho cuando lo pide, y así nos quedamos dormidas, ella disfrutando de la succión, segura de tener a su madre y el alimento tan cerca y yo totalmente recompensada de todo el esfuerzo que me supuso apostar por darle mi leche.
***
Una vez contada mi experiencia, animo a todas las madres a que intenten dar su leche a sus bebés prematuros mientras SEAN UNAS MADRES FELICES. Es una situación muy dura y nadie puede juzgar hasta dónde es capaz de llegar cada madre. En mi caso he tenido la suerte de haberlo logrado hasta el final y, dada la satisfacción que me ha producido, quiero compartirlo con vosotras.
Mucho ánimo,
Raquel

Raquel
con María Lucila dormida sobre su pecho
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- retraso en el crecimiento intrauterino